Descripción:
Aunque pueda resultar sorprendente, hay muy pocos antecedentes históricos de los materiales dentales, a pesar de que la práctica odontológica se remonta a épocas anteriores a la era cristiana. En civilizaciones antiguas como lo eran los fenicios y estruscos llegaron a utilizar bandas y alambre de oro para realizar prótesis
dentales (Ralph W, 1976).
Uno de los primeros hallazgos odontológicos conocidos se encuentra en las culturas precolombinas de los incas y los mayas, entre los años 300 y 900 d.C.
Estos pueblos realizaban incrustaciones de piedras preciosas en los incisivos superiores e inferiores, e incluso en los primeros molares. Los minerales utilizados incluían jadeíta, pirita, hematita, turquesa, cuarzo, serpentina, cinabrio, entre otros.
Estas piedras se colocaban sobre dientes vivos, previamente perforados con un taladro de cuerda, creando una cavidad en la dentina para alojar la piedra con precisión. Se han encontrado restos de cementos a base de fosfato cálcico en estos
hallazgos arqueológicos, aunque no se sabe si se utilizaban para sellar o como
abrasivo para taladrar (Camps Alemany, 2004).
En Francia a principios de 1700 se utilizaron por primera vez materiales como
el plomo, estaño y oro como materiales de obturación debido a que podían
adaptarse al diente con relativa facilidad para reemplazar partes faltantes. Al mismo
tiempo también se utilizaban mezclas de cera para sellar o metales con bajas
temperaturas de fusión para fijar el marfil (Ferracane, 2001).
Para el año de 1728, se dice que la odontología comenzó, cuando Pierre
Fairchild, considerado como el padre de la odontología publicó un tratado en el que
describe muchos tipos de restauraciones artificiales elaboradas a partir de marfil.
Posteriormente en el año de 1756, Phillip Pfaff describe lo que es el primer
articulador de yeso (Ralph W, 1976).
En 1871, a la hora de realizar obturaciones en superficies vestibulares
(principalmente en incisivos) se empleaban los silicatos, pero en 1947 fueron
sustituidos por resinas acrílicas que contaban con mejores propiedades estéticas
(Loarte-Merino, Perea-Corimaya, Portilla-Miranda, & Juela-Moscoso, 2019). En 1962 el Doctor Ray. L. Bowen sintetizó el monómero Bis-GMA, tratando
de mejorar las propiedades físicas de las resinas (Bowen, 1963). Desde ese
entonces, las resinas compuestas han sido testigo de numerosos avances y su
futuro es aún más prometedor, ya que se están investigando prototipos que
superarían sus principales deficiencias, sobre todo para resolver la contracción de
polimerización y el estrés asociado a esta (Rodriguez, Douglas, & Pereiras, 2008).
Para el año de 1970 aparecieron las resinas compuestas fotopolimerizables,
en las que se utilizaba una fuente de luz visible para poder endurecer el material
(Loarte-Merino, Perea-Corimaya, Portilla-Miranda, & Juela-Moscoso, 2019).
En la actualidad, debido a la creciente demanda estética y funcional por parte
de los pacientes que acuden a los servicios odontológicos, las resinas compuestas
o composites se han convertido en uno de los materiales dentales más utilizados
para restauraciones directas. Estas resinas son estéticamente aceptables, poseen
la plasticidad necesaria para su manipulación en la técnica de restauración directa
y tienen la capacidad de adherirse al diente mediante procedimientos adhesivos
específicos, preservando así la estructura dental sana sin la necesidad de
extenderse hacia un diseño cavitario retentivo. Esto ha impulsado el avance hacia
la odontología mínimamente invasiva (Rodríguez, Christiani, Álvarez, & Zamudio,
2018).